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lunes, 13 de diciembre de 2010
El mito de la persecución de los primeros cristianos.
Lo que sigue a continuación es una transcripción literal de lo dicho en el vídeo:
«Quien controla el pasado controla el futuro, quien controla el presente controla el pasado.» George Orwell.
En el año 1763 Voltaire, uno de los padres de la Ilustración, escribe su Tratado sobre la tolerancia, en el que dedica tres capítulos enteros a cuestionar la persecución de los primeros cristianos, uno de los pasajes de la literatura cristiana al que mejor provecho le han sabido sacar los líderes de esta religión a lo largo de los tiempos. Entre otras cosas, lo que llevó a Voltaire a plantearse la veracidad de estas persecuciones fueron las propias persecuciones que los propios cristianos llevaron contra otros credos religiosos o contra escisiones del cristianismo.
Uno de los acontecimientos históricos que más impactó a Voltaire fue la matanza de la noche de San Bartolomé en el año 1572 conocida también como la matanza de los hugonotes, en la que los católicos franceses asesinaron a sangre fría a más de diez mil calvinistas en todo el país por considerarles una amenaza política para sus intereses. Voltaire se preguntaba: ¿Cómo es posible que una religión que supuestamente sufrió una persecución tan cruenta se dedique ahora a perseguir y asesinar a miles de personas simplemente por no comulgar con sus creencias? ¿No será el cristianismo una religión intolerante y violenta por naturaleza? ¿Y no será el carácter intolerante e intransigente de los primeros cristianos para con otros credos el causante de que algunos de ellos fueran ejecutados por las autoridades romanas? Unas ejecuciones que más tarde serían magnificadas y mistificadas por la literatura cristiana con el objeto de hacer creíble la idea de que el cristianismo se extendió debido a su carácter de religión verdadera, y no por sus crímenes y tropelías cometidas contra otros cultos.
Voltaire nos pone el ejemplo de San Poliuto, considerado mártir por los cristianos, que sería ejecutado, como tantos otros supuestos mártires, por motivos bien diferentes a sus creencias religiosas. Dice Voltaire: «Consideremos el martirio de San Poliuto, ¿fue condenado sólamente por su religión? Va al templo, en el que se rinden a los dioses acciones de gracias por la victoria del emperador Decio, insulta en el propio templo a los sacrificadores, derriba y rompe los altares y las estatuas... ¿En qué país del mundo se perdonaría semejante atentado?»
Veamos, por ejemplo, lo que decía Maquiavelo en el capítulo quinto de sus Discorsi, sobre los métodos empleados por el cristianismo para imponerse entre las masas: «Cuando surge una nueva creencia su primera preocupación es extinguir a la anterior. Esto se ve observando el comportamiento de la religión cristiana con la gentil, pues anuló todo recuerdo de la antigua teología. Perseguían todos los recuerdos antiguos, quemando las obras de poetas e historiadores, derribando imágenes y estropeando cualquier otra cosa que conservase algún signo de antigüedad.»
Las propias escrituras, consideradas como sagradas por cristianos y judíos, dan testimonio de la naturaleza violenta e intolerante de ambas creencias. Un ejemplo ilustrativo es aquel pasaje de la Biblia en el que Moisés ordena asesinar a miles de sus seguidores por adorar a un becerro de oro, al considerar este culto como una desviación de sus enseñanzas. «Moisés, viendo que el pueblo estaba sin freno, gritó: cíñase cada uno su espada sobre su muslo, pasad y repasad el campamento de la una a la otra puerta y mate cada uno a su hermano, a su amigo, a su deudo.»
Por otra parte a Voltaire, gran conocedor de la civilización romana, no le parecía lógico que una cultura tan tolerante con las religiones fuera tan cruel con una de ellas, tan minoritaria y desconocida con la cristiana. Suetonio (70-140), en tiempos de Adriano decía: «Los cristianos no se distinguían entonces de los judíos a los ojos de los romanos»; por lo que para Voltaire no es creíble que Nerón descargase su furia por el incendio de Roma contra aquellos que apenas conocía. Pero escuchemos las palabras del propio Voltaire: «Entre los romanos, desde Rómulo hasta los tiempos en que los cristianos disputaron con los sacerdotes del Imperio, no encontraréis un sólo hombre perseguido por sus creencias. Cicerón dudó de todo, Lucrecio (99-55 a.n.e.) todo lo negó y no les hicieron por ello el menor reproche. La licencia fue tan lejos que Plinio (s. I) empezó su libro negando a Dios. Cicerón (106-43 a.n.e.) dice hablando de los infiernos: "No hay viejo bastante imbécil para creerlo". Juvenal (60-128) dice: "Los niños no creen nada de esto". Y Séneca (4 a.n.e.-65), en sus Troyanas: "Nada hay después de la muerte, la misma muerte no es nada". El gran principio del Senado y del pueblo romano era: "Sólo a los dioses corresponde entender de las ofensas a los dioses".»
Voltaire concluye con el siguiente párrafo: «No es creíble que hubiera nunca una inquisición contra los cristianos bajo los emperadores, es decir, que fuesen a sus casas a interrogarles sobre sus creencias. No se molestó por tal motivo a judíos, sirios, egipcios, bardos, druidas o filósofos. Los mártires fueron, pues, los que se levantaron contra los falsos dioses; no contentos con adorar al dios en espíritu y en verdad, estallaron violentamente contra el culto general. Hay que confesar que eran intolerantes».
Para Voltaire, pues, no fueron las creencias religiosas las que llevaron a algunos cristianos a morir a manos de los romanos, sino el carácter violento e intransigente de algunos fanáticos para con otros cultos. Era tal el respeto y protección de los romanos hacia los diferentes cultos religiosos que incluso llegaron a crear leyes para proteger a los cristianos de los judíos, pues éstos no aceptaban la escisión que suponían aquéllos.
Por otra parte, tampoco parece muy lógico considerar al cristianismo como un culto perseguido por los romanos, cuando a principios del siglo IV Constantino la declara como religión oficial del Imperio, que ante el imparable proceso de fragmentación del mismo, vio en la imposición en todos sus territorios de un culto monoteísta como el cristianismo un medio para frenar dicho proceso. El falseamiento de la historia siempre ha sido el medio empleado por el poder para imponer determinados sistemas de creencias útiles a sus intereses y el mito de la persecución de los primeros cristianos es sin duda un buen ejemplo de ello.
Toda la documentación de la que disponemos en la actualidad sobre la supuesta persecución de los primeros cristianos, nos ha llegado a través de la propia Iglesia, quien durante siglos la ha utilizado para justificar sus propias persecuciones hacia otras formas de pensar. Por lo que la veracidad de dicha información debería ser puesta (cuanto menos) en duda.
Fuentes bibliográficas:
Voltaire. Tratado sobre la tolerancia. Capítulos VIII, IX y X.
Maquiavelo. Discursos. Libro II, Capítulo 5.
Biblia. Éxodo 32.
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mitología
martes, 27 de julio de 2010
Libertad de conciencia.
FRANCISCO DELGADO.
La construcción del Estado laico, desde el ámbito jurídico y simbólico, es una enorme deuda que tenemos con la democracia y con el Estado de Derecho: ello implica la total separación del Estado de las iglesias y la eliminación de los enormes privilegios que una determinada confesión (la católica) disfruta, herencia de un Estado teocrático y autocrático. Aunque haya discrepancias sociales y políticas, resulta necesario, dada la realidad histórica y actual, legislar en esta materia, con el fin de evitar confrontaciones y de que el “poder judicial” legisle a través de sentencias, papel que no le corresponde.
Padecemos las acciones integristas de minoritarios grupos de fanáticos católicos y de un rancio clero que, utilizando recursos del conjunto de la ciudadanía, hacen política, influyen y amenazan con la complicidad de una parte del poder político y mediático.
Pues, a pesar de ello, el Estado laico lo estamos intentando construir, con muchas dificultades, una importante parte de la sociedad civil –cada vez más secularizada– demostrando que somos capaces de convivir, de forma racional, personas de las más diversas convicciones, pero que necesitamos de un soporte jurídico clarificador.
En estos días estamos viviendo, con mayor o menor intensidad, unas fiestas que se denominan de Navidad o Pascua de tradición judeo-cristiana. Esta época “festiva” y de “convivencia” fue considerada, durante mucho tiempo, en el Estado español, como un símbolo del poder religioso excluyente, siendo obligatorio participar de rituales católicos impuestos. Incluso hoy, todavía, hay quienes, desde el ámbito público y religioso, se empeñan en orientar erróneamente esa respetable pero particular tradición católica hacia el conjunto de la ciudadanía.
Sin embargo, hay que argumentar algo sobradamente conocido: estas fiestas tienen un origen ancestral en general relacionado con los días del solsticio de invierno, que múltiples culturas en todo el planeta, desde cosmovisiones divinas o de otra naturaleza, muy anteriores al cristianismo (griegas, romanas, persas, etc. y después del cristianismo: culturas como la azteca y otras en diversos continentes) celebraban. La realidad histórica es que fue el cristianismo de los primeros siglos el que se sumó a esa celebración, con el fin de ganar adeptos en la antigua Roma, extendiéndose de forma diferente en según qué países y mayoría religiosa, sobre todo después de la Reforma protestante del siglo XVI.
Hoy la diversidad y pluralidad que disfrutamos hace que estas fiestas cada cual las viva libremente, ya sea de forma religiosa (o no) o incluso no participe de ellas, según sus convicciones propias o la realidad social en la que está inmerso. Aunque, a decir verdad, es el dios mercado quien trata de imponer su ley de consumo, por encima de otras formas de celebración, cuestión que satisface al propio clero, por supervivencia.
Y no es sólo la Navidad: un determinado modelo religioso y de convivencia impuesto por la Iglesia durante siglos se ha ido apropiado también de innumerables celebraciones festivas y ferias que en miles de pueblos y ciudades del Estado español ya existían y que después se relacionaron con el santoral o la mitología religiosa católica en cada caso, con la complicidad del
poder político en ocasiones muy complaciente con el boato y el poder religioso a costa de ocultar derecho a la libertad de conciencia y de convicciones.
Entre otras causas, por ello las confesiones y sus cómplices políticos utilizan el término “libertad religiosa” como trampa corporativa con el fin de poner trabas al avance de una cultura racional en donde la persona sea la única titular de la libertad de conciencia en base a sus propias convicciones. Las entidades colectivas carecen de conciencia propia y no son, por lo tanto, sujetos de derecho en materia de libertad de conciencia; sí lo es la persona como individuo, pertenezca o no a un colectivo religioso, político o filosófico. En un Estado democrático, ninguna asociación religiosa o de otra naturaleza ideológica debería recibir privilegios, excepciones o estatutos diferentes de las normas del derecho común. También ningún miembro de su colectividad religiosa debería ser privado de derechos cívicos universales, como sucede con frecuencia, mientras el Estado, vergonzantemente, se inhibe.
Por ello la actual Ley de Libertad Religiosa de 1980 y los Acuerdos con la Santa Sede de 1979 –hijos de la ideología del concordato franquista de 1953– no responden a la realidad social, política y constitucional de un estado democrático y, por lo tanto, es necesaria su derogación. De esta situación anacrónica e injusta, impuesta por la fuerza a lo largo de la historia, se derivan innumerables normas y leyes educativas, tributarias, patrimoniales, societarias, jurídicas, sanitarias y asistenciales, así como prácticas políticas que conceden innumerables privilegios a la Iglesia católica, convirtiendo al Estado español, de hecho, en un Estado neo-confesional. Tenemos que erradicar estos atavismos para situarnos en el disfrute de una ciudadanía plenamente racional e ilustrada.
Para hacer justicia y acabar con la Transición en esta materia, urge una ley orgánica de libertad de conciencia y de convicciones en donde se clarifique el concepto de Estado laico, los derechos individuales, los derechos y deberes colectivos y de las administraciones públicas.
Francisco Delgado es presidente de Europa Laica. Diputado en la legislatura de 1977.
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/1745/libertad-de-conciencia/
La construcción del Estado laico, desde el ámbito jurídico y simbólico, es una enorme deuda que tenemos con la democracia y con el Estado de Derecho: ello implica la total separación del Estado de las iglesias y la eliminación de los enormes privilegios que una determinada confesión (la católica) disfruta, herencia de un Estado teocrático y autocrático. Aunque haya discrepancias sociales y políticas, resulta necesario, dada la realidad histórica y actual, legislar en esta materia, con el fin de evitar confrontaciones y de que el “poder judicial” legisle a través de sentencias, papel que no le corresponde.
Padecemos las acciones integristas de minoritarios grupos de fanáticos católicos y de un rancio clero que, utilizando recursos del conjunto de la ciudadanía, hacen política, influyen y amenazan con la complicidad de una parte del poder político y mediático.
Pues, a pesar de ello, el Estado laico lo estamos intentando construir, con muchas dificultades, una importante parte de la sociedad civil –cada vez más secularizada– demostrando que somos capaces de convivir, de forma racional, personas de las más diversas convicciones, pero que necesitamos de un soporte jurídico clarificador.
En estos días estamos viviendo, con mayor o menor intensidad, unas fiestas que se denominan de Navidad o Pascua de tradición judeo-cristiana. Esta época “festiva” y de “convivencia” fue considerada, durante mucho tiempo, en el Estado español, como un símbolo del poder religioso excluyente, siendo obligatorio participar de rituales católicos impuestos. Incluso hoy, todavía, hay quienes, desde el ámbito público y religioso, se empeñan en orientar erróneamente esa respetable pero particular tradición católica hacia el conjunto de la ciudadanía.
Sin embargo, hay que argumentar algo sobradamente conocido: estas fiestas tienen un origen ancestral en general relacionado con los días del solsticio de invierno, que múltiples culturas en todo el planeta, desde cosmovisiones divinas o de otra naturaleza, muy anteriores al cristianismo (griegas, romanas, persas, etc. y después del cristianismo: culturas como la azteca y otras en diversos continentes) celebraban. La realidad histórica es que fue el cristianismo de los primeros siglos el que se sumó a esa celebración, con el fin de ganar adeptos en la antigua Roma, extendiéndose de forma diferente en según qué países y mayoría religiosa, sobre todo después de la Reforma protestante del siglo XVI.
Hoy la diversidad y pluralidad que disfrutamos hace que estas fiestas cada cual las viva libremente, ya sea de forma religiosa (o no) o incluso no participe de ellas, según sus convicciones propias o la realidad social en la que está inmerso. Aunque, a decir verdad, es el dios mercado quien trata de imponer su ley de consumo, por encima de otras formas de celebración, cuestión que satisface al propio clero, por supervivencia.
Y no es sólo la Navidad: un determinado modelo religioso y de convivencia impuesto por la Iglesia durante siglos se ha ido apropiado también de innumerables celebraciones festivas y ferias que en miles de pueblos y ciudades del Estado español ya existían y que después se relacionaron con el santoral o la mitología religiosa católica en cada caso, con la complicidad del
poder político en ocasiones muy complaciente con el boato y el poder religioso a costa de ocultar derecho a la libertad de conciencia y de convicciones.
Entre otras causas, por ello las confesiones y sus cómplices políticos utilizan el término “libertad religiosa” como trampa corporativa con el fin de poner trabas al avance de una cultura racional en donde la persona sea la única titular de la libertad de conciencia en base a sus propias convicciones. Las entidades colectivas carecen de conciencia propia y no son, por lo tanto, sujetos de derecho en materia de libertad de conciencia; sí lo es la persona como individuo, pertenezca o no a un colectivo religioso, político o filosófico. En un Estado democrático, ninguna asociación religiosa o de otra naturaleza ideológica debería recibir privilegios, excepciones o estatutos diferentes de las normas del derecho común. También ningún miembro de su colectividad religiosa debería ser privado de derechos cívicos universales, como sucede con frecuencia, mientras el Estado, vergonzantemente, se inhibe.
Por ello la actual Ley de Libertad Religiosa de 1980 y los Acuerdos con la Santa Sede de 1979 –hijos de la ideología del concordato franquista de 1953– no responden a la realidad social, política y constitucional de un estado democrático y, por lo tanto, es necesaria su derogación. De esta situación anacrónica e injusta, impuesta por la fuerza a lo largo de la historia, se derivan innumerables normas y leyes educativas, tributarias, patrimoniales, societarias, jurídicas, sanitarias y asistenciales, así como prácticas políticas que conceden innumerables privilegios a la Iglesia católica, convirtiendo al Estado español, de hecho, en un Estado neo-confesional. Tenemos que erradicar estos atavismos para situarnos en el disfrute de una ciudadanía plenamente racional e ilustrada.
Para hacer justicia y acabar con la Transición en esta materia, urge una ley orgánica de libertad de conciencia y de convicciones en donde se clarifique el concepto de Estado laico, los derechos individuales, los derechos y deberes colectivos y de las administraciones públicas.
Francisco Delgado es presidente de Europa Laica. Diputado en la legislatura de 1977.
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/1745/libertad-de-conciencia/
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